Todos vivimos dentro del tiempo. Es una verdad innegable e inexcapable pues quien no vive en el tiempo, tal como lo conocemos, o nunca ha existido o está muerto.
El punto sobresaliente aquí no es el que vivimos dentro del tiempo; éso no es ningún secreto, sino más bien el cómo percibimos esta dimensión y más importante las actitudes que tomamos en cada momento del tiempo, dando así pauta para la determinación de quien se es.
¿Quién no ha sentido letargo los lunes ante la realización del inicio de la semana de trabajo? ¿Quién no ha sentido la inercia del trabajo los miercoles una vez que la idea de las obligaciones se ha asentado? Y ¿quién no ha sentido alivio, júbilo – el sentido de libertad – los viernes por la tarde al concluir las labores obligadas y postrarse ante la promesa de desalojo durante el fin de semana?
La semana , tal como la conocemos, llega a ser una fuerza determinante de nuestro humor, ánimo y gusto por las cosas; al grado de trabajar para poder descansar y descansar para poder trabajar.
¿Acaso este marco de vida afecta la identidad de individualismo de cada persona? O será que ¿quizás solo muestra la verdad de las cosas: que no tenemos el control de nuestras vidas y solo somos robots programados por el señor del tiempo?